Me gustan los coches y me gustan las mujeres. Es tal mi pasión por ambos géneros que tendría serios problemas para determinar cuál de los dos me pierde más. Nunca, empero, he hallado relación alguna entre bugas y churris, será que soy estrecho de miras.
Ayer por la mañana, en el Salón del Automóvil de Barcelona, encontréme con la gloriosa carrocería arriba expuesta. No fue la única: las había por centenares. Aun admirándome, no es a ellas a quien presto atención cuando, una vez cada dos años, me acerco a Montjuïc a acariciar cromados y tapicerías. Igual es porque, de pequeño, empecé a obsesionarme antes por las bujías que por los escotes, vaya usted a saber.
Ya crecido, me jode profundamente la utilización florera que se hace de bellísimas damas que, a veces, tienen dificultades para nombrar el carrazo que están adornando. No las culpo: son modelos, no mecánicas ni vendedoras. Probablemente, deberían estar en una pasarela en lugar de figurando al lado de un deportivo para despertar no se sabe bien qué instintos en su hipotético comprador. Y digo comprador, en masculino, porque sí: el de los autos es un mundo machista, aunque no me seduzca demasiado esta palabra, a menudo tan barata como recurrente.
Personalmente, me siento insultado cuando, para acceder al interior de un flamante vehículo, tengo que esquivar a una dama igual de flamante, pero que no cumple otra función que encabritarme. ¿Tan primario me creen como para pensar que voy a gastar decenas de miles de euros en un montón de hierro sólo porque luzca al lado de una fémina imponente?
No sé por quién nos toman. Ni a mí ni a ellas.
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