El otro día, una amiga me tildó de reprimido porque le confesé que, en mi modesta trayectoria de heterosexual mediano y comme il faut, jamás me han metido un vibrador por el culo. Según me afeaba, vivida, ello no es sino signo de frustración, pacatería, y, en suma, catetismo.
En el mismo sentido, mi amigo mariquita, por su parte, lleva tiempo glosándome sin éxito durante nuestras charlas telefónicas las bondades de la próstata en tanto que órgano generador de placeres tan insondables como huracanados. El problema, ay, es el mismo: sólo puede accederse a ella por la retaguardia. Ante mi cerrazón, más de lo idéntico: menosprecios.
Como soy de natural influenciable, llevo varios días dando vueltas a estas opiniones provenientes de personas que, me consta, me quieren bien. Mas ora por mi cortedad de miras, ora por mi represión judeocristiana, insisto, obstinado, en desoírlas.
Probablemente, y en confianza, la razón principal tenga que ver con mi precaria salud, que, además de los lógicos padecimientos, me ha comportado no pocas humillaciones, la mayor parte de ellas referidas a lo que un anglosajón mentaría como the back door. No han sido pocos, no, los artilugios y dedos enguantados que se han introducido en esa mi intimidad más privada, que, sistemáticamente, ha sido escrutada, calibrada, censada y radiografiada con precisión cirujana -nunca mejor dicho-.
A estas alturas, he perdido la cuenta de los médicos, médicas, enfermeros y enfermeras que se han asomado a mi núcleo, en busca de pólipos, almorranas, fisuras y otros estigmas de similar calado, que, afortunadamente -toco madera-, han acabado por desmentirse.
Con estos traumáticos antecedentes, imploro comprensión: el sexo anal, siquiera mecanizado, y aun prometedor, sería mortal para mi endeble economía. La de pasta en psicoanalistas que debería dejarme antes de siquiera vislumbrar el más mínimo atisbo de gustirrinín.
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