Como quien no quiere la cosa, acabo de darme cuenta de que hoy se cumplen 25 años del día en que hice la Comunión. Iba, cómo no, de marinerito, aunque una amiga malvada, a la vista de los recordatorios, insiste en decir que mi atavío más bien recordaba al de un cabo de la Guardia Civil. Ella es así.
Los regalos principales -que era, básicamente, lo que me interesaba- fueron un reloj digital Radiant, una calculadora solar -¡no necesitaba pilas!-, unos auriculares con radio incorporada -con ellos, parecía el doble de José María García-, el habitual juego de bolígrafo y estilográfica, un par de rosarios y un sello de oro con mis iniciales, que, poco tiempo después, acabaron grabadas en el hombro de mi prima Araceli durante una de nuestras habituales peleas a cara de perro. Casi todo cayó en acto de servicio durante los meses siguientes -era un niño de natural inquieto-, excepto el obsequio estrella: el Thomson VHS de 130.000 pesetazas de la época, gracias al que descubrí el filón de los videoclubes, y que ha seguido al pie del cañón hasta hace bien poco.
Metido en confidencias, revelaré que lo que más me acojonaba del proceso comuniónico era la confesión previa ante el cura -comulgar en pecado mortal garantizaba, al parecer, un pase de palco en el infierno-. La inminencia de contarle a aquel desconocido que sisaba del monedero de mi abuela, que a veces llamaba idiota y gilipollas a mi vecino Paquito y que cuando podía le echaba el ojo a algún Interviú me quitaba el sueño desde hacía semanas. A la hora de la verdad, la catequista vino a decir que para qué tanto formalismo: pensaríamos todos juntos en nuestras faltas, elevaríamos la vista al cielo, y, en ese mismo momento, el buen Dios nos perdonaría. Así lo hicimos -incluso de pensamiento, me callé unas cuantas tropelías: no tengo remedio-, y, maravillado doblemente, tanto por la pureza recién adquirida como por el sofocón, también, recién evitado, salí de la iglesia con la santidad rebosándome por los poros.
La cosa consistía en permanecer 24 horas limpio de mácula para que, al día siguiente, me ahostiaran en condiciones de revista. La tarde discurrió apaciblemente, hasta que mi padre quiso estrenar el VHS con El gendarme y los extraterrestres. En principio, Louis de Funès no albergaba peligro alguno, así que, bocadillo en mano, me senté confiado ante el televisor.
Al cabo de unos minutos, la catástrofe: un par de esplendorosos senos femeninos adornaron la pantalla desde las arenas de Saint-Tropez. Horrorizado, me refugié en mi cuarto, mas ya no había remedio: acabé comulgando consumido de remordimiento, con la mente puesta en aquellas tetas mientras ya casi sentía el calorcillo de las llamas del averno.
De todos modos, terminé sobreponiéndome, y, al final, para ser sincero, tampoco fue para tanto: en cuanto descubrí que mi Radiant tenía cronómetro y el Casio del que tenía al lado no, el triunfo aplacó la angustia y me fui al banquete más ancho que largo. Está clarísimo: no hay mejor bálsamo que el perjuicio ajeno.
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jaja, qué aniversarios, este sábado se cumplen 24 años de la mía... por cierto que mi regalo estrella fue un potente despertador rosa que, 24 años después sigue sobresaltándome cada mañana (y es que vaya timbre tiene el condenado)...
Jajajaja...o tú eres de las que no rompen nada, o tu despertador tiene una calidad a prueba de bombas.
El otro día, comprándome, por cierto, un Casio -ahora me ha dado por los relojes de los 80-, le comenté al relojero de mi pueblo que rebuscaría en casa de mi padre a ver si encuentro mi viejo Radiant comuniónico.
Ése sí que es vintage, vintage :)
Besos.