Me entretengo leyendo en Vanitatis.com sobre el presunto cabreo de Leandro de Borbón por el injusto tratamiento que, a su juicio, recibe en el encabezado de las cartas que le remiten desde La Zarzuela.
Y es que el anciano caballero montaría en cólera cada vez que, a su nombre, llega una misiva con el membrete de la Casa Real dirigida al Señor Don Leandro de Borbón, cuando, a su juicio, el Señor debería haber sido sustituido hace ya tiempo por el más ajustado Su Alteza Real.
Desde hace años, vengo siguiendo con pasión peñafielera las desventuras de quien los tribunales han señalado como hijo natural de Alfonso XIII, concebido a raíz de su relación con la actriz Carmen Ruiz Moragas, allá por los felices veinte. Explayado en sus memorias El bastardo real, el veterano don Leandro es, probablemente, el más Borbón de los Borbones: no hay más que ver el tamaño de su apéndice nasal y lo trasnochado de su bigote a la borgoñona, según propia definición. Para qué hablar de la perilla XXL, rematadora de un conjunto a medio camino entre Vincent Price y el Conde-Duque de Olivares.
En tanto que jurista, sorpréndeme el resquemor zarzuelero a reconocer a quien no es más -ni menos- que un producto de las incursiones extramatrimoniales de un monarca español, estando -como está- nuestro acervo palaciego plagado de hijos ilegítimos. Véanse los ilustres casos, entre tantos, de Alfonso de Aragón y Juan de Austria, retoños respectivos de Fernando el Católico y de Carlos I, que, de adultos, recibieron tanto honores como prebendas acordes a su linaje. Por no mencionar a Isabel II, de cuyos descendientes, según las malas lenguas, ninguno -incluido Alfonso XII- lo era de su marido, el delicado Francisco de Asís: recién la noche de bodas, la Reina contó cómo casi sale corriendo al descubrir que su ya esposo lucía en su ropa interior más puntillas y encajes que ella misma.
Aunque don Leandro, por su habitual petulancia, no es santo de mi devoción, no puedo menos que darle la razón, ya que, amén de la sentencia a su favor, el Real Decreto 1.368/1987 establece que los hijos del Rey que no tengan la condición de Príncipe o Princesa de Asturias y los hijos de este Príncipe o princesa serán infantes de España y recibirán el tratamiento de Alteza Real. Como puede verse, no se establece distinción alguna entre vástagos matrimoniales o extramatrimoniales, por lo que, negándole el infantado y la alteza, la Casa Real parece querer situarse al margen tanto de las decisiones judiciales como de las mismas normas que, sancionadas por el propio Rey, informan el ordenamiento jurídico nacional. Algo tan poco estético como impensable en los ya lejanos tiempos en que el eficaz general Sabino Fernández Campo guiaba con mano firme los pasos regios. Cuánto ha llovido desde entonces.
Vaya, pues, mi solidaridad con don Leandro y su perilla, aportadores de ese toque camp tan necesario en la aburridísima Monarquía prefilípica. Al S.A.R., en suma, lo que es del S.A.R.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
(0) Comments
Publicar un comentario