
Hace tiempo que venía cocinando un post definitivo en que sentar de una vez por todas mi posición respecto a la política, tantas veces amagada en este cuadernillo. Ha llegado el momento y a ello me pongo.
Como cualquier lector habitual habrá comprobado, mis inclinaciones se escoran claramente hacia la izquierda, no sé si por herencia familiar -mi padre siempre ha sido socialista y de la UGT- o por elección personal. Por razones obvias de independencia intelectual, quiero pensar que ha sido más por lo segundo que por lo primero, aunque estoy orgulloso de la trayectoria sindical de mi progenitor, siempre el primero en dar el callo por sus compañeros, fueran o no inmediatos.
Al igual que muchos de mis hermanos de pensamiento, estoy claramente esencantado con la política del Gobierno del PSOE en multitud de aspectos. Al igual que la mayor parte de ellos, tengo claro que preferiría, a las malas, cien años de Zapatero que uno solo de Rajoy. Probablemente, porque fuera Rajoy quien menos pintara en la política de un partido que no sólo me espanta, sino que, además, me repugna en gran medida.
Y me repugna porque nuestra derecha, en síntesis, es la misma de hace cien -quien sabe si doscientos- años. Ya de un inicio, y a mis cortas luces, la propia idea del pensamiento de derechas me produce urticaria, al consistir en la defensa de los intereses de una parte muy concreta del espectro social -la de los ricos, siguiendo con el apriorismo-, tantas veces contrapuesta a las necesidades del conjunto de la población.
Que hay más pobres que ricos o más currantes que empresarios es algo que salta a la vista y a la estadística, por lo que, a los obtusos como yo, siempre nos ha costado entender que la derecha gane las elecciones en un país como el nuestro. Que el obrero de derechas es gilipollas es una vieja máxima que no me atrevo a enarbolar, pero que siempre ha resonado en mi subconsciente a la hora de enfrentarme al sufragio universal.
Nuestra derecha es, además de rancia, cainita: sus pares conspiran para acabar con el primus en cuanto éste deja de serles útil. Basta escuchar ciertas tertulias para constatar que los mayores ataques a Rajoy se producen, precisamente, en medios de su -teóricamente- misma línea ideológica. Como ven, mi análisis no se aparta ni un solo un instante de la constatación de la mera obviedad.
El problema principal de nuestra derecha es su desespero cuando pierde el ejercicio del poder. Mas tal desespero, aunque legítimo, obedece a una causa mucho más preocupante: se cree la dueña de España. Y en tanto que dueña, cualquier lapso sin administrar su cortijo no puede obedecer sino a usurpación. Se comporta, entonces, como el ciudadano que, al volver de vacaciones, encuentra un okupa en su domicilio. Me remito a la gran cantidad de blogs dedicados a la difusión del pensamiento más ultramontano. De sus redacciones -casi siempre, astracanantes- se deduce a primera vista esta concepción patrimonialista que expongo: hoy se critica a Zapatero como ayer a González. Mañana, Dios dirá: lo importante no es el nombre, sino el hecho de ver a un intruso en la Moncloa.
La idea de España unívoca en que sustenta la diestra su pensamiento alardea de eternidad, cuando no es más que fruto de la coyuntura histórica. Lo mismo que hace centurias la Luisiana era española, puede que dentro de otro tanto Asturias no lo sea. No duda, además, la derecha en azuzar unos pueblos contra otros si lo juzga necesario; el recurso a los nacionalismos periféricos -también primarios- se antoja tan cómodo como infalible. Meterse con catalanes, vascos y gallegos sale rentable en escaños, aunque sea a costa de condenar a gran parte de la población española al escarnio permanente. Triste realidad, mas incuestionable.
Irónicamente, una de las razones de la potencia del pensamiento derechista en la sociedad española es la ausencia de un auténtico partido ultra de nivel nacional, que, a imagen de Francia, permita a los conservadores más open minded distanciarse de los dogmas más cavernarios sin temor a perder votos.
Manda cojones que, al final, resulte que nos haga falta un Le Pen para sacar al PP del monte.