Y es que, traspasado el umbral del cuarto de extracciones, fui conminado a aguardar un segundo llamado que, definitivo, me sentó en una silla de madera ante una practicanta que, mientras me aplicaba alcohol en el brazo, me instaba rutinaria a que apretase la mano. Acongojado en vistas al ya inmediato pinchazo, hice lo que se me pedía al tiempo que apretaba los dientes, mirando hacia el ángulo contrario de la habitación. Una vez sentido el picotazo de la hipodérmica, calculé los segundos que transcurrirían hasta que la presión del algodón en la herida anunciara el fin de mi calvario. Mas, tras un espacio de tiempo indeterminado, abrí los ojos y di con una bata blanca alarmada que convocaba a otras batas blancas para que tirasen de mí en una especie de danza que no acertaba a descifrar. Reparé en que mi cabeza se hallaba a la altura del respaldo de mi asiento, situándose el resto de mi cuerpo casi a nivel del pavimento. Tumbadlo en el suelo, tumbadlo en el suelo, clamaban las batas entre sí mientras me depositaban en el terrazo. Las piernas, las piernas, susurraban, cuando mis pies eran levantados metro y medio por encima de mi rostro.
Mientras una nube de interrogatorios me inquirían sobre mi nivel de consciencia, fui trasladado a una camilla reclinable en la que varios brazos me forzaron a adoptar una posición parecida a la del pino que con tan poca fortuna trataba de practicar en mis ya lejanas clases de gimnasia adolescente. Yo, por mi parte, combinaba la visión de miles de lucecitas con la extraña sensación derivada de la no respuesta de mis miembros a las órdenes de movimiento. De esta guisa permanecí durante unos minutos que se me antojaron eternos hasta que otra bata me ofreció una especie de brebaje que me invitaron a sorber a través de una pajita. Es glucosa pura, bébetelo, imprecaron. Accedí, qué otra cosa podía hacer. Finalizada la ingesta de un líquido marronáceo tan dulzón como repugnante, logré ponerme en pie con el mismo sentido del equilibrio que un potro recién nacido. Avanzando a través de un pasillo que se movía a ritmo de vértigo, conseguí llegar hasta donde me esperaba mi preocupada esposa. Sujétame y vámonos. No hagas preguntas, la conminé, humillado.
Media hora después, arribábamos a mi domicilio después de un viaje por carretera que me recordó los tiovivos de feria de mi niñez.
Le disciple du Gainsbarre, 10-07-2008.
*A Mariano, con mi gratitud eterna, por lo que él sabe.
Si te llega a ver el señor Porro se parte de risa... ;)
Jajaja!esto es ya todo un clásico en tí... si sabes que las batas blancas y tú no haceis buenas migas, para qué vas?! aishhh que en la próxima quedada te haremos sesión de acupuntura y terapia psicológica de choque para superar tus miedos.
Aprende de tu compadre! ya ni se inmuta en sus analíticas.
ciao
Ja, ja, ¡Que bien relatado!
A mí, la verdad, todavía me marea más la glucosa...
Saludos.
Ay,qué identificada me siento con ese temor... sólo de leer el artículo ya me invade un poco esa sensación de blandura en las rodillas, hueco en el estómago y mareo en la cabeza, no puedo pensar en venas y agujas. Creí que, tras los salvajes análisis de sangre de mis dos embarazos, lo habría superado. Pero qué va. Es que embarazada eres mucho más valiente. Hay una prueba de glucosa (la que llaman "la larga"), ¡en la que te sacan sangre seis veces en la misma mañana! Sí.
Este año ni me he hecho el reconocimiento en el trabajo, no te digo más;-)
Angelico.
Besotes.
*Juselin, con ese apellido el sr. Porro no tiene derecho a reírse de nadie :P
*¿Acupuntura, Sandrita? El día que vote al PP, puedes ponerme las agujas que quieras.
Y a mi compadre se lo daba yo a la salvaje aquélla, a ver si era tan machote...xD
*Blue, la glucosa estaba repugnante. Aunque todo era mejor que otro pinchazo :P
*Olga, a raíz de ese análisis, me salió el colesterol alto. De eso hace casi dos años, y NO PIENSO VOLVER A HACERME OTRO. Ya puede mi mujer decir misa.
Seis veces en la misma mañana...meu Deus. Lo que dices de las embarazadas debe ser cierto :)
MUAKS.
Un día le contaré aquella vez en la que valerosamente tuve que sujetar la aguja de una enfermera para aplacar sus nervios. Tremendo recuerdo que puede que jamás sucediera.
Y no se apure, seguro que el señor Porro también se mareó. Lo que no sé es si fue por la percución de la aguja o por alguna sustancia sujeta a su nombre.
Tremendo valor el tuyo, desde luego...
Y el sr. Porro parecía a sus anchas en aquel ambulatorio. Cosas de jubilados, sin duda...