Como todo el mundo sabe, uno no es nadie en este valle de lágrimas si no destroza una habitación de hotel ni monta un pollo de calibre en la clase business de un vuelo regular. Por este último motivo ha saltado recientemente a los medios biempensantes el nombre de la gran Ivana Trump. Y es que parece ser que hace unos días, y ante el escándalo ocasionado por los lloros de unos tiernos infantes, la oxigenada socialite armó tal pifostio en un avión que tuvo que ser sacada a la fuerza del aparato por los responsables del aeropuerto de Palm Beach. No seré yo -que albergo hacia los párvulos la misma estima que Herodes- quien tire la primera piedra: ya me dirán qué es esta nadería al lado del carisma de la checoamericana, de lejos, la más vivida de las de su gremio -rabia, Hilton-. A su aún fresca entrevista en DEC me remito: en casa la coreamos lambrusco en mano.
La Trump -madre, para los no iniciados, de la deliciosa Ivanka- forma parte del internacional y selecto club de primeras esposas que, tras ser despreciadas por sus maridos en favor de otras más jóvenes, optaron por devolverles el golpe donde más les duele: en el bolsillo. Tras pillar al travieso Donald con las manos en la masa de la modelo Marla Maples -¿quién la recuerda hoy?-, Ivana puso en práctica su vendetta en el acuerdo de divorcio bajo su conocida máxima del No te enfades: quítaselo todo. A fe que lo intentó, y casi lo consigue.
Su ex, desde entonces, ha ido coleccionando rubias clónicas a las que cambia cada 15 años. Fiel a su histrionismo, presentó en la NBC el reality The Apprentice -parcamente remedado en La Sexta por el sosainas de Luis Bassat-. A imagen de Iñaki Anasagasti o Luis Ortiz, el impagable magnate estadounidense lleva decenios tratando de ocultar su calvicie con delirantes peinados-ensaimada, agravados en los últimos años con absurdos tintes pseudopelirrojos. Genio y figura.
Si algún connaisseur aficionado a los viajes quiere imbuirse por unas horas del auténtico espíritu Trump, le recomiendo que, a su paso por Nueva York, recale en el 725 de la Quinta Avenida, frente a Central Park. Ante sus ojos aparecerá un macarrónico edificio de cristal que resume la esencia del imperio creado por Donald e Ivana. Desde mi primera visita en el lejano 1993, la Trump Tower es una de mis debilidades. Sin moverse del hall, el aficionado puede adquirir desde un café de Starbucks a un juego de mesa basado en la vida del casero. A modo de souvenir, se ofrecen también pequeños lingotes dorados -de plástico- con el nombre del propietario.
Las Galeries Lafayette, en el primer piso, hace años que cerraron, quién sabe si por miedo a contagiarse del aroma camp tan caro al entorno. Los franceses, ya se sabe: les encanta hacerse los estupendos. Ellos, relamidos, se lo perderán.
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