Como tantos izquierdosos de boquilla, en el fondo, me cago de gusto con lo norteamericano. Por circunstancias personales, Estados Unidos es mi segunda casa, ya que he pasado allí momentos y temporadas absolutamente imborrables, tanto para lo bueno como para lo malo.
Me atrevo, por tanto, a decir que mis conocimientos sobre la idiosincrasia yanqui van algo más allá de la media. Pese a esta familiaridad, sigue habiendo rasgos imperiales que me suscitan sentimientos a caballo entre la ternura y la estupefacción.
Y es que hete aquí que un tal John Ensign acaba de reconocer que durante meses le puso los cuernos a su mujer con una de sus colaboradoras. A mis ojos, la inutilidad de la nueva queda, en parte, matizada por el hecho de que el tal Ensign es senador republicano en Washington, y, al parecer, figura emergente dentro del partido. En plata: que se prepara para disputar la Casa Blanca en las próximas elecciones.
Como es habitual, la ultrajada señora Ensign se ha apresurado a perdonar la cana al aire, declarando que, tras ella, su matrimonio es ahora más fuerte. Pues con su pan se lo coma. El corneador, por su parte, prepara una rueda de prensa en que dará más detalles del affaire, presumiblemente con su devota al lado. De manual, como puede verse.
Siempre me ha maravillado el celo con que los anglosajones -incluyamos a los británicos- controlan la actividad genital de sus líderes. Que por cierto, tal actividad parece sacada de una película de Mariano Ozores, pero ése es otro cantar.
Como a nuestros hermanos italianos -al caso Berlusconi me remito-, a los españoles, lo que hagan nuestros políticos con su bragueta nos la refanfinfla; todo lo más, la especie es motivo de cachondeo y cuchufleta, así somos. Discreto fue el devenir del romance procreador de Alfonso Guerra y la joven María Jesús Llorente, estando Guerra casado y a la diestra de Felipe. Más chirigotas, sin embargo, despertaron Boyer y Preysler, Álvarez-Cascos y Gema, o, más recientemente, la apócrifa paternidad aznaril de la hija de la ministra francesa Rachida Dati. Para qué mentar a Muñoz y Pantoja: pura zarzuela. Las carreras políticas de todos estos prohombres no fueron mucho más allá, mas fueron otros asuntos de mayor calado los que acabaron sepultándolos.
Lo que me lleva a afirmar nuestra indiscutible superioridad moral en relación a la primera potencia mundial: nuestros prebostes dimiten cuando han de dimitir. Por razones delictivas -presuntas o no-, o de oportunidad, mas no meramente testiculares.
Que algún resabiado me saldrá con que tampoco renuncian cuando están envueltos en corruptelas, pero tocanarices hay en todas partes, y yo el artículo ya lo tengo terminado.
Ajo y agua.
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