El vestido rojo

Posted by : Le poinçonneur | 12 abr 2012 | Published in



Il y a des jours où la seule nourriture

acceptable, respectable, est la Rage (*)1

Pintada anónima.

Si Milena pudiese elegir se quedaría con el vestido rojo. Ni el traje chaqueta de mil rayas, ni la falda de tubo negra; se quedaría con el vestido rojo. Levanta la vista al cielo. El sol está alto y corre una cálida brisa, inusitada para noviembre. Echa un vistazo al viejo y le ajusta la manta sobre las rodillas, remetiéndosela por los costados de la silla, para que no se enfríe.

Milena empieza a sospechar que la doña nunca se lo regalará. Cuando la señora Teresa  se pone a hacer paquetes con ropa, el vestido rojo se queda siempre colgado de una percha en el armario.

-Milena, la bolsa de plástico que te he dejado en el recibidor es para dar. Puedes echarle un vistazo primero y si te interesa algo te lo quedas; lo demás lo llevas a la parroquia de la Virreina, que hoy recogen cosas para los pobres.

-Sí, mi doña, lo que usted diga, ahorita mismo pensaba salir a pasear con don Jon, que hace bueno. Mire, ya lo tengo preparado. La llevo no más salga.

-Te he dicho un millón de veces que no me llames doña, que me suena a culebrón. Dime de tú. Y al abuelo no lo pongas a la sombra, no vaya a coger frío.

-Muy bien, mi doña, como usted diga.

En la plaza Rovira se está bien a estas horas, hay mucho movimiento. A Milena le gusta observar a la gente; a las amas de casa que pasan arrastrando sus carritos de la compra y a los escolares que regresan del colegio. A don Jon también le gusta contemplar el desfile. Aunque el viejo no habla, Milena lo sabe, lo puede leer en sus ojos, que, en esos ratos de paseo, cobran vida nuevamente.

Al principio se la llevaba a casa, la ropa de doña Teresa. Cargaba con la pesada bolsa en el largo trayecto de metro. Y cuando llegaba a su pisito del extrarradio -donde los balcones se transforman en peceras de aluminio-, Nancy y Bárbara, sus compañeras de piso, la recibían con el entusiasmo de un niño en la mañana de Reyes. Pretextando siempre un demasiado grande o un demasiado largo, ella les cedía todas las prendas. No eran el vestido rojo.

Eligen siempre el mismo banco de madera, el que queda más cerca del quiosco. Desde allí Milena puede ver los titulares de las revistas y leérselos en voz alta al abuelo, que parece escucharla con atención y asiente en un casi imperceptible movimiento de cabeza, que algunos se empeñan en atribuir al Parkinson.

El viejo se ve elegante en su silla, con su pañuelo de seda atado al cuello. A Milena le hubiese gustado conocerle antes del ataque. La doña asegura que, cuando estaba bien, era un viejo charlatán que alardeaba de haber sido anarquista de joven y que por eso andaba cagándose en Dios a la menor oportunidad. Y aunque a Milena no le acaba de quedar claro en qué consiste eso del anarquismo, le cuesta imaginárselo blasfemando cuando lo ve ahí en su silla, tan callado y tan lejano.

En la portada del ¡Hola! salen hoy los príncipes de Asturias, de visita oficial en China. El embrujo de Shanghai, le lee en voz alta a don Jon.

A Milena le sienta bien el vestido rojo de doña Teresa. Se lo probó una vez que se quedaron solos en casa. Se contempló con él un buen rato ante el espejo. Después se lo enseñó a don Jon y decidieron que le iba como un guante.

Milena consulta el reloj de la farmacia y concluye que es hora de volver a casa. Luego cae en la cuenta de que todavía no ha cumplido con el encargo de doña Teresa y encamina sus pasos en dirección a la plaza de la Virreina. Al llegar comprueba que la puerta de la sacristía está cerrada. Milena maldice la fea costumbre de los curas españoles de ponerle horarios a las cosas del alma y se dispone ya a abandonar la bolsa junto a la puerta cuando lo ve. Allí, entre el traje chaqueta de mil rayas y la falda de tubo, está el vestido rojo. Doña Teresa ha debido volverse definitivamente loca. Sin pensárselo un instante, Milena rescata el vestido y se lo guarda con sumo cuidado en su bolso. Después da mil gracias al Altísimo y emprenden el camino de regreso a casa.

Inician la ascensión de la calle Massens. Milena se imagina ya llevando el vestido rojo a pasear con Nancy y Bárbara, una tarde de domingo; pero la dureza de la pendiente la devuelve a la realidad. Las piernas se le empiezan a poner pesadas y la obligan a detenerse, a cada paso, para tomar aliento. En una de las paradas, un chico de pelo largo los adelanta, “Tú sí que sabes, eh, abuelo”, le escupe al viejo al pasar.

Milena decide ignorarlo. En el siguiente cruce se detienen junto a un contenedor, a la espera de que algún conductor se decida a cederles el paso. Milena calcula ahora lo que le costará convencer a Bárbara para que le acorte el vestido, algo largo para la moda. Por eso no ve al chico de pelo largo salir del portal por el que han pasado y acercársele por la espalda; sólo acierta a sentir una punzada de metal en su costado.

-Venga Panchita, no me jodas y dame lo que lleves… ¿estás sorda o qué?, que me des el bolso o te pincho al viejo.

El sonido de un claxon hace saltar como un resorte al macarra. Una mujer, al volante de un Volkswagen, espera impaciente en el cruce. Con una fuerza desconocida, el abuelo golpea el brazo del ratero y hace volar la navaja, que tras dibujar una parábola aterriza dentro del contenedor. Milena suelta entonces la silla y empieza a golpear al chico con rabia “¡Hijo de la gran chingada!”, le grita mientras carga todo el peso de su cuerpo en cada nuevo golpe. Le sacude hasta quedar exhausta. Sólo entonces abre los ojos. El chico está tirado en el suelo, hecho un ovillo. Un hilo de sangre brota de su nariz.

Milena comprueba el contenido de su bolso. El vestido rojo sigue ahí. Vuelve a colgárselo al hombro y se recompone el peinado. La mujer del Volkswagen, la contempla desencajada. “¿Y tú qué miras, pendeja?” se encara Milena, mientras recupera la silla. “¿Nos vamos, don Jon?”, le pregunta al abuelo con su voz más dulce.

Y reemprenden la marcha, ahora mucho más ligeros.

(*) “Hay días en los que el único alimento aceptable, respetable, es la Rabia”.

TEXTO: MARIBEL RUIZ.
FOTO: CRISTINA COSTALES.

(3) Comments

  1. Iseta Barrufeta said...

    Me has puesto de buen humor, condenada. Y no las tenía todas conmigo: en un momento dado he pensado que me estabas haciendo el cuento de la lechera. Que sepas que no te lo hubiera perdonado.

    12 de abril de 2012, 1:24
  2. alex said...

    Y hay días en los que la inspiración se extrae de la propia rabia...

    12 de abril de 2012, 8:02
  3. Maribel Ruiz

    No me gusta crear falsas espectativas, Iseta. No me va que me engañen como lectora ni me gustar hacerlo cuando escribo.
    Besos.

    12 de abril de 2012, 13:00