Al otro lado del muro, más allá de las colinas que bordean el valle, ya ha empezado a amanecer. Miguel se revuelve en su litera, intentado inútilmente conciliar un hilo de sueño. Hoy tampoco necesitará mirar el reloj para saber que es aún muy temprano, porque tampoco hoy ha pegado ojo en toda la noche. En la interminable vigilia nocturna, Miguel ha podido contar, una tras otra, las horas de la pantalla fluorescente de su despertador.
Desde que le dieron la noticia, hace hoy una semana, no ha podido volver a dormir. Unas pocas cabezadas esporádicas han sido su único descanso en todo este tiempo.
Tumbado en su litera, con la mirada fija en el techo, Miguel sabe ahora- con una certeza empírica- que las cosas siempre llegan cuando ya no se las espera.
Y es que él hace ya mucho tiempo que dejó de desear ser libre. Miguel no sabe precisar cuándo fue; tal vez en aquella época en que terminó su juventud y empezó a dejar de interesarle lo que pasaba en el mundo exterior. Él había leído en algún sitio que madurar era, en realidad, empezar a pudrirse, y concluyó que definitivamente tenía que ser cierto, porque con la madurez había llegado a olvidar que había vida al otro lado del muro y fue entonces cuando sintió que un inmenso vacío lo empezó a descomponer por dentro.
Volviéndose de un costado, Miguel se asoma a la litera de abajo; donde el Nano -un chaval tan imberbe como precoz- ronca rítmicamente. Miguel no lo conoce mucho, porque sólo hace tres meses que comparten la celda, pero sí lo suficiente como para saber que hoy, el Nano, se cambiaría por él sin pensarlo.
Miguel se pregunta con qué estará soñando el Nano; teniendo en cuenta el poco tiempo que lleva encerrado, posiblemente sueñe que está haciendo marranadas con alguna chavala de su barrio- tan precoz como él- en algún lugar donde no haya muros.
Al principio, él también soñaba. Los sueños eran, entonces, tan reales como su encierro y el argumento se repetía invariablemente: él paseando solo por una calle desierta o por una playa, pero siempre con mucha calma, con la certidumbre de tener todo el tiempo del mundo para llegar a su destino. En ocasiones la Mari lo acompañaba en sus paseos de fantasía, pero nunca había sexo entre ellos, ni tan siquiera llegaban a tocarse, ella se limitaba a caminar junto a él, dos pasos por delante, como guiando su camino.
Miguel no sabe qué habrá sido de la Mari- la última vez que la vio eran todavía unos críos y a ella le gustaba decir que eran novios y que se casarían cuando él regresara de la ciudad- posiblemente terminaría casándose con alguno de los vendedores ambulantes que visitaban el pueblo cada viernes de mercado; porque él nunca regresó y treinta años son muchos años para esperar a nadie.
Así que cuando Miguel salga hoy por fin a la calle, sabe que no habrá nadie esperando para recibirle y por eso maldice a todos y cada uno de los funcionarios del plan de reinserción que han decidido que ya está preparado para reintegrarse a la sociedad.
Cuando le dijo a la psicóloga en prácticas que no quería salir, la chiquilla casi se cae de culo de la sorpresa. Primero se lo tomó a broma y lanzó una risita aguda- mezcla de incredulidad y de nerviosismo- después, cuando vio que Miguel insistía, guardó silencio durante unos minutos y finalmente- mirándole a los ojos por primera vez- le dijo:
«Miguel, usted padece lo que se conoce como el síndrome del preso institucionalizado. Ha pasado tantos años sin libertad que ya no la necesita. Pero no se preocupe, ya verá cómo...».
Miguel no recuerda el resto. Tal vez, cuando él desconectó del discurso, la aprendiz de psicóloga iniciaba una razonadísima perorata con el objeto de hacerle creer que su caso era de lo más normal y que todos los días soltaban a tipos como él, que llevaban más de treinta años encerrados, y que los pobres desgraciados se adaptaban siempre la mar de bien a la vida de fuera.
Pero él no continuó escuchándola. Se puso a darle vueltas a la afirmación de la mocosa y concluyó que tal vez tuviera razón y que se había pasado tanto tiempo entre rejas que había terminado por considera la cárcel como su casa, como su único hogar. Quizás por eso, en los escasos ratos en que había logrado conciliar el sueño en esa semana, siempre le había asaltado la misma pesadilla, en la que él huía despavorido - sin saber nunca de qué- y de la que siempre despertaba cuando estaba a punto de ser atrapado.
Fue entonces cuando tomó la decisión. Cuando saliera a la calle, haría lo necesario para le encerraran otra vez- bastaría con dar un pequeño golpe en algún comercio, nada sangriento- con un poco de suerte y sus antecedentes, sería suficiente para que le volvieran a encerrar para lo que le quedaba de vida.
Con este pensamiento en la cabeza, la mañana ha transcurrido tranquila para Miguel que, como todos los días, ha desayunado solo en su celda. Hace tiempo que dejó de ir al comedor con los demás internos, y que sobrevive alimentándose de galletas y de cosas por el estilo, porque ya no soporta el gusto de la comida de la prisión. Todos los alimentos le saben igual, a una mezcla de dieta baja en sal y pobre en sabor. Dieta de encierro.
Sólo hay una cosa que todavía hoy Miguel añora del mundo exterior, y es comerse una paella, una buena paella de marisco, como las que preparaba su madre en los días de celebración familiar. Mataría por volver a probar una paella como aquellas.
Miguel consulta su reloj. Ya sólo faltan unos minutos para mediodía- hora en que le han anunciado su salida- así que se apresura a revisar el contenido de su maleta: una muda de ropa interior, un par de pantalones, dos camisas y una americana. Después se tantea los bolsillos hasta que da con su pincho –inseparable compañero en todos estos años- que finalmente decide ocultar en la doble suela de su zapato.
El trámite de salida ha sido rápido. Primero ha pasado por caja, para recoger el dinero ganado con su trabajo en el taller de confección del centro. Después el papeleo, la recogida de su carné y por último el examen del detector, que ha pasado fácilmente.
Ya en la calle, Miguel ha tomado el autobús de línea que lo ha llevado hasta la ciudad. Ha permanecido sentado junto a la ventanilla, observando cómo el vehículo se iba vaciando, poco a poco de viajeros y no ha descendido hasta que el conductor le ha gritado que habían llegado al final del trayecto.
Si hubiera tenido con qué compararla, Miguel habría opinado que Lleida era una ciudad fea y desangelada, pero como era el primer lugar habitado que visitaba en muchos años, se ha limitado a constatar que todos los edificios eran de un mismo color gris.
Al principio ha caminado sin rumbo durante un buen rato. La sensación le resultaba agradable; uno más entre la muchedumbre que detiene su paseo para contemplar la actuación de algún artista ambulante. Sólo otro peatón en medio del gentío que aguarda para cruzar un semáforo. Pero después ha empezado a sentir el vértigo de no encontrar ningún obstáculo al final de su camino, ningún muro que lo detenga y el asfalto ha empezado a inclinarse, transformándose en una pendiente y finalmente en un abismo, por el que Miguel habría sido devorado de no haber encontrado refugio en un bar.
El local era pequeño y poco iluminado. Sólo un par de fluorescentes grasientos que arrojan una luz mortecina sobre otras tantas mesas vacías. Miguel se ha atrincherado en la barra, dejando caer la maleta a sus pies, presa todavía de una sensación de mareo que le ha obligado a sujetarse la cabeza con las manos para no desmayarse. Al fondo del mostrador, un hombre gordete y con un delantal lleno de lamparones, se secaba las manos con un paño mientras contemplaba ensimismado las imágenes del televisor colgado de la pared.
Recobrado el aliento, Miguel ha buscado en los bolsillos de su pantalón algo con lo que secarse el sudor y después- amparado por la falta de clientela- se ha quitado el zapato y ha sacado el pincho, camuflándolo en el puño de su camisa.
-¿No se sirve aquí, jefe?- le ha gritado al camarero.
-Ya va hombre, ya va, ¿dónde está el fuego?.
-En mi garganta jefe, que está seca. Póngame una cerveza, haga el favor, sin vaso- le ha contestado Miguel, bajando el tono de voz.
El hombre le ha plantado un botellín helado ante las narices, que Miguel ha engullido en dos tragos.
-Pues sí que había sed, sí señor, que debía venir usted en reserva- Ha bromeado el camarero.
Miguel le ha contestado con un gesto afirmativo, ha mirado a su alrededor para asegurarse de que no había entrado nadie y ha dejado que el pincho se deslizara hasta la palma de su mano, oculto por el mostrador.
-¿No va usted a comer nada?- le ha preguntado el camarero- mire que no es bueno beber con el estómago vacío.
-No, deje, no podría…- ha susurrado Miguel.
-Pues es una lástima- ha insistido el camarero- porque hoy es jueves y tenemos paella. La hace mi mujer, que le sale buenísima…
-¿Paella dice?… ¿paella de marisco?- ha preguntado Miguel en un hilo de voz.
-Hombre, algo de eso lleva, pero tampoco gran cosa, que los tiempos no están para derroches, pero el saborcillo a pescado sí que lo tiene, y bien rico. Qué, ¿se anima?.
Miguel ha apretado el pincho en su mano hasta notar el calor de un hilo de sangre corriéndole por la palma, después, poco a poco, ha aflojado la presión, hasta dejarlo deslizarse dentro de su bolsillo.
-Sírvame una ración generosa, jefe- le ha respondido al fin- y que sea lo que Dios quiera...
TEXTO: MARIBEL RUIZ.
FOTO: CRISTINA COSTALES.
Tienes una mano para controlar la estructura que vaya, vaya...