Matilde Cerrada quemó todas sus cartas el día que su marido regresó de la guerra.
José se le presentó en el portal de casa una tarde de septiembre, rebozado por el polvo del camino y con un brazo inútil por la metralla, pero con el humor intacto. Con una sonrisa en los labios, su marido le aseguró que con un brazo se bastaba y sobraba para abrazarla. Matilde no lo hubiera dudado un momento.
Cuando lo conoció, José trabajaba en lo que le salía, unas veces de jornalero en tierras ajenas, otras, de pastor de rebaños prestados. A Matilde nunca le importó que su marido no tuviera más estudios que los que da la vida y no dudó en enfrentarse a su padre el domingo que José se presentó en su casa -ahogado en colonia- para pedir su mano. Porque José era el único hombre que –a pesar de ser analfabeto- sabía leer en ella como en un libro abierto y que podía adivinar sus deseos, antes incluso de que a Matilde se le figuraran.
Hombre de pocas palabras, José siempre tuvo una manera propia de comunicarle sus afectos. Cuando regresaba de trabajar en alguna siega se presentaba con un ramo de espigas y amapolas, y si alguna vez se ausentaba por varios días, siempre le enviaba algo con el primer vecino que se acercara al pueblo: unas veces un cesto de moras, otras, un tarro de miel pura y siempre la misma respuesta cuando Matilde les preguntaba si su marido les había dado algún encargo para ella. "Pues qué más, mujer, él dijo que tú ya entenderías".
Cuando estalló la guerra apenas llevaban un año de casados y Matilde andaba ya a la greña con la Providencia por no haberles concedido todavía su primer hijo.
José fue llamado a filas con los primeros reemplazos. "Vuelvo pronto"- se limitó a decirle al despedirse. Sin saber qué hacer Matilde buscó el consuelo de las lágrimas, pero éstas –caprichosas- no quisieron acudir en su ayuda, entonces Matilde se cobijó en su alcoba y empezó a escribirle la primera carta.
Cuando le escribió la segunda había pasado ya una semana y todavía paseaba la primera en el bolsillo de su delantal. Con la tercera se dijo que José iba a necesitar de alguien que le leyera las cartas y que no le apetecía que nadie supiera que desde que él se había marchado vivía con los pies helados. Con la cuarta, se convenció de que las comunicaciones con el frente serían precarias y que sería muy difícil hacérselas llegar. Con la quinta, se rindió a la evidencia de que un cesto de moras podía contener más afecto que el mejor de los poemas y renunció a enviárselas.
Pero siguió escribiéndole regularmente una carta por semana y esperando su vuelta, amparada en la vieja creencia de que no recibir noticias, eran buenas noticias.
Hasta que llegó aquella tarde de septiembre en que José la estrechó con un solo brazo y supo que ya no tendría que escribir más.
Esa misma tarde -mientras que José se desprendía en la alcoba de tres años de fatigas- Matilde amontonó en la cuadra todas las cartas que le había escrito a su marido durante su ausencia y -ayudada de un buen chorro de petróleo- las vio arder hasta asegurarse de que no quedaban de ellas más que las cenizas. Después conjuró tres años sin lágrimas y lloró aliviada.
Cuando hubo recuperado el aliento, Matilde echó mano de un viejo cesto y se encaminó feliz hacia el moral que crecía en su huerto.
TEXTO: MARIBEL RUIZ.
FOTO: CRISTINA COSTALES.
Cada ve más desnudo, más preciso, más potente. ¡Ladrona de instantes y vidas!
Moras amor moras amor moras amor moras...
Que cuento más presioso y lleno de sentimientos y emociones y que fuego tan reconfortante,felicidades a las dos.