Il
y a des jours où la seule nourriture
acceptable,
respectable, est la Rage (*)1
Pintada
anónima.
Si
Milena pudiese elegir se quedaría con el vestido rojo. Ni el traje
chaqueta de mil rayas, ni la falda de tubo negra; se quedaría con el
vestido rojo. Levanta la vista al cielo. El sol está alto y corre
una cálida brisa, inusitada para noviembre. Echa un vistazo al viejo
y le ajusta la manta sobre las rodillas, remetiéndosela por los
costados de la silla, para que no se enfríe.
Milena empieza a
sospechar que la doña nunca se lo regalará. Cuando la señora
Teresa se pone a hacer paquetes con ropa, el vestido rojo se queda
siempre colgado de una percha en el armario.
-Milena, la bolsa de
plástico que te he dejado en el recibidor es para dar. Puedes
echarle un vistazo primero y si te interesa algo te lo quedas; lo
demás lo llevas a la parroquia de la Virreina, que hoy recogen cosas
para los pobres.
-Sí, mi doña, lo
que usted diga, ahorita mismo pensaba salir a pasear con don Jon, que
hace bueno. Mire, ya lo tengo preparado. La llevo no más salga.
-Te
he dicho un millón de veces que no me llames doña,
que me suena a culebrón. Dime de tú. Y al abuelo no lo pongas a la
sombra, no vaya a coger frío.
-Muy bien, mi doña,
como usted diga.
En la plaza Rovira
se está bien a estas horas, hay mucho movimiento. A Milena le gusta
observar a la gente; a las amas de casa que pasan arrastrando sus
carritos de la compra y a los escolares que regresan del colegio. A
don Jon también le gusta contemplar el desfile. Aunque el viejo no
habla, Milena lo sabe, lo puede leer en sus ojos, que, en esos ratos
de paseo, cobran vida nuevamente.
Al principio se la
llevaba a casa, la ropa de doña Teresa. Cargaba con la pesada bolsa
en el largo trayecto de metro. Y cuando llegaba a su pisito del
extrarradio -donde los balcones se transforman en peceras de
aluminio-, Nancy y Bárbara, sus compañeras de piso, la recibían con
el entusiasmo de un niño en la mañana de Reyes. Pretextando siempre
un demasiado grande o un demasiado largo, ella les cedía todas las
prendas. No eran el vestido rojo.
Eligen siempre el
mismo banco de madera, el que queda más cerca del quiosco. Desde
allí Milena puede ver los titulares de las revistas y leérselos en
voz alta al abuelo, que parece escucharla con atención y asiente en
un casi imperceptible movimiento de cabeza, que algunos se empeñan
en atribuir al Parkinson.
El viejo se ve
elegante en su silla, con su pañuelo de seda atado al cuello. A
Milena le hubiese gustado conocerle antes del ataque. La doña
asegura que, cuando estaba bien, era un viejo charlatán que
alardeaba de haber sido anarquista de joven y que por eso andaba
cagándose en Dios a la menor oportunidad. Y aunque a Milena no le
acaba de quedar claro en qué consiste eso del anarquismo, le cuesta
imaginárselo blasfemando cuando lo ve ahí en su silla, tan callado
y tan lejano.
En la portada del
¡Hola!
salen hoy los príncipes de Asturias, de visita oficial en China. El
embrujo de Shanghai,
le lee en voz alta a don Jon.
A Milena le sienta
bien el vestido rojo de doña Teresa. Se lo probó una vez que se
quedaron solos en casa. Se contempló con él un buen rato ante el
espejo. Después se lo enseñó a don Jon y decidieron que le iba
como un guante.
Milena consulta el
reloj de la farmacia y concluye que es hora de volver a casa. Luego
cae en la cuenta de que todavía no ha cumplido con el encargo de
doña Teresa y encamina sus pasos en dirección a la plaza de la
Virreina. Al llegar comprueba que la puerta de la sacristía está
cerrada. Milena maldice la fea costumbre de los curas españoles de
ponerle horarios a las cosas del alma y se dispone ya a abandonar la
bolsa junto a la puerta cuando lo ve. Allí, entre el traje chaqueta
de mil rayas y la falda de tubo, está el vestido rojo. Doña Teresa
ha debido volverse definitivamente loca. Sin pensárselo un instante,
Milena rescata el vestido y se lo guarda con sumo cuidado en su
bolso. Después da mil gracias al Altísimo y emprenden el camino de
regreso a casa.
Inician la ascensión
de la calle Massens. Milena se imagina ya llevando el vestido rojo a
pasear con Nancy y Bárbara, una tarde de domingo; pero la dureza de
la pendiente la devuelve a la realidad. Las piernas se le empiezan a
poner pesadas y la obligan a detenerse, a cada paso, para tomar
aliento. En una de las paradas, un chico de pelo largo los adelanta,
“Tú
sí que sabes, eh, abuelo”,
le escupe al viejo al pasar.
Milena decide
ignorarlo. En el siguiente cruce se detienen junto a un contenedor, a
la espera de que algún conductor se decida a cederles el paso.
Milena calcula ahora lo que le costará convencer a Bárbara para que
le acorte el vestido, algo largo para la moda. Por eso no ve al chico
de pelo largo salir del portal por el que han pasado y acercársele
por la espalda; sólo acierta a sentir una punzada de metal en su
costado.
-Venga Panchita,
no me jodas y dame lo que lleves… ¿estás sorda o qué?, que me
des el bolso o te pincho al viejo.
El sonido de un claxon hace saltar como un resorte al macarra. Una mujer, al volante de un Volkswagen, espera impaciente en el cruce. Con una fuerza desconocida, el abuelo golpea el brazo del ratero y hace volar la navaja, que tras dibujar una parábola aterriza dentro del contenedor. Milena suelta entonces la silla y empieza a golpear al chico con rabia “¡Hijo de la gran chingada!”, le grita mientras carga todo el peso de su cuerpo en cada nuevo golpe. Le sacude hasta quedar exhausta. Sólo entonces abre los ojos. El chico está tirado en el suelo, hecho un ovillo. Un hilo de sangre brota de su nariz.
Milena comprueba el contenido de su bolso. El vestido rojo sigue ahí. Vuelve a colgárselo al hombro y se recompone el peinado. La mujer del Volkswagen, la contempla desencajada. “¿Y tú qué miras, pendeja?” se encara Milena, mientras recupera la silla. “¿Nos vamos, don Jon?”, le pregunta al abuelo con su voz más dulce.
El sonido de un claxon hace saltar como un resorte al macarra. Una mujer, al volante de un Volkswagen, espera impaciente en el cruce. Con una fuerza desconocida, el abuelo golpea el brazo del ratero y hace volar la navaja, que tras dibujar una parábola aterriza dentro del contenedor. Milena suelta entonces la silla y empieza a golpear al chico con rabia “¡Hijo de la gran chingada!”, le grita mientras carga todo el peso de su cuerpo en cada nuevo golpe. Le sacude hasta quedar exhausta. Sólo entonces abre los ojos. El chico está tirado en el suelo, hecho un ovillo. Un hilo de sangre brota de su nariz.
Milena comprueba el contenido de su bolso. El vestido rojo sigue ahí. Vuelve a colgárselo al hombro y se recompone el peinado. La mujer del Volkswagen, la contempla desencajada. “¿Y tú qué miras, pendeja?” se encara Milena, mientras recupera la silla. “¿Nos vamos, don Jon?”, le pregunta al abuelo con su voz más dulce.
Y reemprenden la
marcha, ahora mucho más ligeros.
(*) “Hay días en los que el único alimento aceptable, respetable,
es la Rabia”.
TEXTO: MARIBEL RUIZ.
FOTO: CRISTINA COSTALES.
FOTO: CRISTINA COSTALES.
Me has puesto de buen humor, condenada. Y no las tenía todas conmigo: en un momento dado he pensado que me estabas haciendo el cuento de la lechera. Que sepas que no te lo hubiera perdonado.
Y hay días en los que la inspiración se extrae de la propia rabia...
No me gusta crear falsas espectativas, Iseta. No me va que me engañen como lectora ni me gustar hacerlo cuando escribo.
Besos.