Hoy tampoco tenía un motivo para madrugar y, sin embargo, lo ha hecho.
Con el automatismo que da la rutina de muchos años, el hombre se ha repasado la barba -afeitado sobre afeitado- y ha rematado la faena con un enérgico masaje de Floïd. Después, y como todos los días desde que empezó la pesadilla, se ha vestido con la ropa que colgaba del galán, a los pies de su cama. La camisa, la corbata, los pantalones, y finalmente la chaqueta -de un traje algo anticuado- han abrazado su cuerpo en el orden aprendido desde que se estrenara como aprendiz en aquel comercio.
A punto de salir ya por la puerta, el hombre del traje anticuado ha querido asegurarse de que no olvidaba nada: el portamonedad y la tarjeta de metro -con un último viaje- en el bolsillo derecho y la vieja navaja multiusos -recuerdo de su primer sueldo- en el izquierdo.
Nervioso por la hora, el hombre del traje anticuado se ha encaminado hacia el metro, al tiempo que hacía saltar la navaja en su bolsillo y el contacto del metal en su mano le devolvía, poco a poco, la tranquilidad.
El hombre del traje anticuado ha alcanzado a colarse en el último vagón del convoy, rumbo al centro. En el tren, un viejo -el único que parecía no tener prisa- repetía en voz alta una letanía que hablaba de ladrones con salud de hierro, mientras el resto de pasajeros fingía no escucharle.
Ya en su destino, un joven con americana y enormes perforaciones en las orejas se le ha adelantado, ocupando su lugar en el ascensor que conducía a la calle. El hombre del traje anticuado lo ha visto alejarse, camino del día, sonriendo a la nada desde el interior del elevador. Sin tiempo para enfadarse, se ha dirigido a las escaleras y en unos minutos ya estaba ante la tienda.
Pero ya era tarde. El joven del metro -que ahora lucía una flamante corbata- charlaba en la puerta con el encargado en distendida conversación, le estrechaba la mano y le ayudaba a retirar el anuncio del escaparate.
El hombre del traje anticuado lo ha visto alejarse decidido y sin pensarlo ha dirigido sus pasos tras él. El metal de la navaja multiusos ha dejado de ser frío al contacto con su mano.
Pero el joven no llega muy lejos. Apenas una docena de metros más tarde se detiene y empieza a forcejear con el cuello de su camisa, que parece tenerle sin aliento. Por eso no ve al hombre del traje anticuado, plantado a sus espaldas. Con la navaja en la mano.
Tras unos instantes de lucha, el joven logra al fin quitarse la corbata y la tira con rabia a una papelera. Después retoma la marcha y unos segundos más tarde desaparece tras la esquina.
El hombre del traje anticuado se asoma a la papelera. La corbata es alegre y de vistosos colores. Ayudado por su navaja, consigue rescatarla sin tocar el resto de desperdicios.
Entonces piensa que un poco de color no le iría nada mal a su traje anticuado.
TEXTO: MARIBEL RUIZ.
FOTO: CRISTINA COSTALES.